lunes, 30 de mayo de 2011

Un antiguo ritual

Los nervios y la impaciencia hacían temblar sus dedos y las llaves tintineaban al intentar abrir la puerta. Volvió el rostro y sonrió a modo de disculpa. Él, a su espalda, le devolvió una mirada cómplice.

Traspasaron el umbral, accediendo a un pequeño salón y sin previo aviso, sin mediar palabra alguna se enzarzaron en un abrazo salvaje. Sus bocas se buscaban con desespero y las manos de ambos se aferraban a cada botón, cada cremallera para dejar la piel desnuda.

Se habían conocido un par de horas antes en uno de tantos locales de moda en la zona norte de la ciudad. Una frase casual de él, una réplica ingeniosa por parte de ella y momentos después estaban coqueteando abiertamente. Una vez más tenía lugar el antiquísimo ritual. Una vez más se daba la emoción de la caza.

Ella lo guió hasta el  dormitorio sin dejar de besarlo. A su paso, y como un sensual rastro hasta la cama, iban quedando distintas prendas. Él la aferro por la cintura y la tendió sobre la cama, acercándose a ella con movimientos lentos, pausados, como los de un depredador.

Mordió suavemente su cuello unos instantes, haciéndola estremecer, y continuó la travesía por su cuerpo. Sus manos asían sus turgentes pechos para instantes después recorrerlos con su lengua. Bajó por su vientre recalando en el ombligo y al cabo estaba separándole las piernas suavemente para beber de ella.

Los jadeos comenzaron a aumentar de volumen y frecuencia hasta que de su boca entreabierta surgió un lamento profundo, casi gutural mientras que sus muslos temblaban y su vientre se sacudía con pequeñas convulsiones.

La azulada luz de la luna se filtraba por la ventana y bañaba la piel de ambos amantes. Ella, con el pelo revuelto, sonrió con la respiración aun acelerada y le hizo un gesto para que se acercara mientras que abría sus piernas nuevamente. Él, embriagado por el olor almizcleño e íntimo de la chica, sonrió casi con timidez ante tan explícita invitación.

La penetró lentamente, con suavidad y sus caderas se acompasaron en una danza rítmica, constante. Cada movimiento era acompañado por los gemidos de ambos amantes pero él se detuvo de pronto. Una corriente eléctrica recorrió su espalda y su piel parecía arder bajo la luz de luna. Intentó ignorar la lacerante sensación en la carne y enterró su cara en el cuello de la chica mientras que volvía a embestirla, esta vez con una cadencia salvaje.

Sus músculos se contraían frenéticamente y lo que antes eran jadeos comenzaron a dar pasos a gruñidos animales. Sus mandíbulas se abrían más y más para dar cabida a unos caninos que parecían crecer a cada segundo. La piel, reluciente de sudor, se cubría con un espeso pelo castaño. La cama crujía ante el repentino aumento de peso.

La chica ni siquiera gritó. Lo último que vieron sus ojos, desencajados de terror, fueron unas enormes fauces que desgarraban su cuello, hombros y cara. La noche se llenó entonces con los ladridos de los perros del vecindario y un terrible aullido, no del todo animal…no del todo humano, que anticipaba una nueva caza. Una vez más tenía lugar el antiquísimo ritual

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