lunes, 6 de junio de 2011

El segundo aliento


Todo pasó a cámara lenta, tal y cómo lo relatan libros y películas; la línea del horizonte girando grado a grado hasta dejar el cielo a ras de “suelo”, los árboles del margen derecho de la carretera aproximándose poco a poco en un plácido paseo, la luna delantera estallando  con la velocidad de una flor que se abre al alba y las ventanas laterales arrojando fragmentos de vidrio como si fueran motas de polvo suspendidas en el aire.

Minutos antes conducía con “Iron Maiden” tronando en el equipo de música del coche. Se dirigía a casa después de una larga jornada y aprovechaba aquellos instantes, acompañado de su música favorita y la luz del atardecer, para desconectar de los sinsabores de otro día más de trabajo. Le gustaba referirse a aquellos momentos de soledad al volante como su limpieza de aura diaria.

Se trataba de un conductor experimentado y prudente. Conocía aquella ruta a la perfección y no había apenas tráfico. Nada parecía empañar aquel tranquilo viaje salvo una pequeña luz intermitente en el salpicadero. La miró unos segundos con el ceño fruncido y se dijo mentalmente que tenía que revisar la presión de la maldita rueda. Murió antes de que sonase la siguiente canción.

Abrió los ojos lentamente y el espantoso cuadro que tenía ante sí se le fue revelando trazo a trazo, con pequeñas pinceladas de horror. Sus costillas asomaban rotas y desmadejadas a través de la piel del pecho, aprisionado éste por una enorme rama de árbol. Advirtió que tenía algo en la boca y escupió numerosas piezas dentales que tintinearon entre el metal retorcido del coche. Trató de tocarse el rostro pero sus codos parecían girar en todas direcciones y sus brazos se doblaban como si tuviesen articulaciones de más.

Resollaba por el miedo y el esfuerzo por salir de su estrecho confinamiento y se dio cuenta de que respiraba con agitación sencillamente por costumbre pues sus pulmones desgarrados no podían albergar aire alguno. Trató de hacer una inspiración profunda y lo único que consiguió fue un borboteo acuoso cuando unas burbujas de sangre comenzaron a brotar del pozo carmesí que era su pecho.  

Tres cuartos de hora después pudo salir de aquella tumba de hierro, cristal y plástico, manipulando torpemente con dedos descarnados y rotos la puerta del conductor la cual, milagrosamente, no sufrió ningún golpe de gravedad. Su huida se había saldado con una generosa porción de tejidos y sangre aferrados a la corteza de la rama.

Su pie izquierdo estaba doblado en un ángulo imposible y juraría que una pantorrilla normal debería tener al menos el doble de carne pero podía caminar. No sentía dolor alguno y, salvo por las evidentes heridas y mutilaciones, se sentía bien. Él no era médico pero sabía que una persona con lesiones así debería estar muerta y no preguntándose qué aspecto debería tener una pierna sana.

Un terrible estruendo lo sacó de sus reflexiones y desde el cielo cayó un potente chorro de luz, justamente sobre él. Deslumbrado, entrecerró los ojos y trató de hacer pantalla con una mano a través de la cual se seguía viendo la luz.

-Así que esta es la famosa luz blanca - se dijo con alivio.

Se irguió todo lo que su destrozado cuerpo le permitió, dejándose bañar por el manto luminoso, ansioso por empezar su viaje al más allá.

Una voz masculina, amplificada con un megáfono, le llegó desde algún punto sobre él,

-Tranquilo Hijo, no tengas miedo. Venimos a ayudarte-

No eran las palabras que el joven difunto esperaba escuchar así que su estupor no hizo sino crecer cuando, recortadas contra la intensa luz, vio dos escalas de cuerda caer desde el cielo a escasos metros de él.

La radio del helicóptero crepitó:
-Segador negro a Matriz. Tenemos a otro “regresado”. Volvemos a casa. Preparen el equipo de médicos e instructores. Vamos a tener trabajo con este.

No hay comentarios:

Publicar un comentario